Por Guillermo Muñoz Pinelo
Regina nunca supo explicar por qué el mar la hacía sentir de esa manera, al menos no con palabras.
Regina nunca supo explicar por qué el mar la hacía sentir de esa manera, al menos no con palabras.
A sus veintipocos, entre las ganas de comerse al mundo y las
dudas, era una mujer hermosa. Baja de
estatura, bien formada, con el pelo castaño muy largo. Cuando sonreía sus ojos
grandes brillaban, como el sol sobre el agua. Siempre estuvo rodeada de gente,
sus cercanos siempre sintieron que no podría haber una mejor amiga. Como ella,
no los entendía nadie. Era una excelente escucha y era de esos bichos raros que
pueden conversar toda la noche. Cumplidos los diecinueve hizo su primera gran
travesura tatuándose una ola. No entendía por qué debía graduarse de la
universidad. Quizá por eso dejó de estudiar y se dedicó a ser bartender.
Conoció mucha más gente y a todos les habló de lo mismo. Era su tema
recurrente, como la marea. Sin darse cuenta era siempre Regina y el mar.
Al regresar a casa luego de una noche de fiesta con
sus amigas, sin anunciarse llegó la verdad. Regina estaba sentada sobre el
excusado. Paula había abierto la llave de la ducha para que el agua se
calentara y Regina se diera una ducha. Su amiga salió del pequeño cuarto de baño, diciendo algo respecto toallas limpias. Sola, viendo los azulejos blancos y
negros cubrirse de vapor, recordó algo: la vez que había hecho el primer viaje
largo con sus padres y sus hermanos. Entonces tuvo la epifanía.
Los vio a todos vestidos con la ropa de antes, de hace muchos
años, la que siempre le daba un poco de pena y otro poco de risa cuando veía
las fotografías viejas. Su padre iba en shorts muy cortos, visera y unos
enormes lentes oscuros. Era flaco, blanco, su cabeza estaba llena de colochos
negros que contrastaban con el cielo despejado. El Sol brillaba en lo más alto,
hacía mucho calor y a ella le molestaba
la arena que se le metía en las sandalias. Un hombre bajo y muy
bronceado ayudaba a su madre y sus dos hermanos a montar una lancha pequeña de
madera. Ella tenía miedo, no quería subir, lloraba y se aferraba a su papá. Cuando nos bajemos del otro lado vas a ver
algo que te va a gustar. Venite conmigo. Entonces la tomó de la cintura y
la cargó. Se sintió segura abrazada con fuerza a su padre. Se recostó sobre su
hombro, que ella creía más fuerte que el universo y se sintió en paz. Al
caminar hacia la lancha ya no miraba hacia el frente, abrazada como estaba veía
como todo iba quedando atrás. Él lo enfrentaba todo primero: el miedo, la
lancha, el canal de aguas turbias. A ella le llegaba todo digerido, filtrado.
Miraba la estela blanca que dejaba el pequeño motor gris. De pronto tocaron
tierra y lo escuchó.
Fuerte, firme y a la vez fluido era el sonido que le llegaba
con claridad. Algo que impactaba y se retiraba, que resistía constante. Un
sonido como de brisa hecha agua eternamente. Su padre la sintió relajarse, pero
a la vez estar muy atenta. Como los animales, ella percibía claramente con los
sentidos. M’hija, ya vas a ver, le
dijo su padre, bajándose de la lancha con la niña al hombro, echándose a andar cuesta arriba, el resto de la familia los siguió. Aún
intrigada con la curiosidad de descubrir qué era el enigma que resollaba, no se
animaba a soltarse. Uno de sus hermanos se adelantó, en un instante lo oyó llamar
al hermano más pequeño. Él corrió para alcanzar al hermano mayor y luego de
un momento lo escuchó llamarla: Nena,
¡tenés que ver esto! Entonces ella volteó la cabeza y justo sobre la duna
vio por primera vez el mar. Se enamoró al instante de esa masa gris y azul, coronada
de espuma blanca. Estaban parados ya en la parte alta de la duna, empujó a su padre para que
la bajara. Él la puso sobre la arena y entonces en la orilla, las vio. Ellas
vinieron. No dijeron nada. Pero nunca las olvidó. Una tras otra, en tonos verdes
y azules.
Paula regresó con la toalla limpia y mucho sueño. Regina
quería contarle del recuerdo viejo que recién había revivido. De las olas en
tonos verdes y azules con coronas blancas y amarillas. De las cosas que encontraron su respuesta en ese recuerdo. Apenas abrió la boca, la
voz cansada de su amiga salió al paso:
-Ay sho, Regis. Estás borracha.- La cortó, mientras le
ayudaba a desvestirse.