martes, diciembre 09, 2014

Regina Maris

Por Guillermo Muñoz Pinelo

Regina nunca supo explicar por qué el mar la hacía sentir de esa manera, al menos no con palabras.

A sus veintipocos, entre las ganas de comerse al mundo y las dudas,  era una mujer hermosa. Baja de estatura, bien formada, con el pelo castaño muy largo. Cuando sonreía sus ojos grandes brillaban, como el sol sobre el agua. Siempre estuvo rodeada de gente, sus cercanos siempre sintieron que no podría haber una mejor amiga. Como ella, no los entendía nadie. Era una excelente escucha y era de esos bichos raros que pueden conversar toda la noche. Cumplidos los diecinueve hizo su primera gran travesura tatuándose una ola. No entendía por qué debía graduarse de la universidad. Quizá por eso dejó de estudiar y se dedicó a ser bartender. Conoció mucha más gente y a todos les habló de lo mismo. Era su tema recurrente, como la marea. Sin darse cuenta era siempre Regina y el mar.

Al regresar a casa luego de una noche de fiesta con sus amigas, sin anunciarse llegó la verdad. Regina estaba sentada sobre el excusado. Paula había abierto la llave de la ducha para que el agua se calentara y Regina se diera una ducha. Su amiga salió del pequeño cuarto de baño, diciendo algo respecto toallas limpias. Sola, viendo los azulejos blancos y negros cubrirse de vapor, recordó algo: la vez que había hecho el primer viaje largo con sus padres y sus hermanos.  Entonces tuvo la epifanía.

Los vio a todos vestidos con la ropa de antes, de hace muchos años, la que siempre le daba un poco de pena y otro poco de risa cuando veía las fotografías viejas. Su padre iba en shorts muy cortos, visera y unos enormes lentes oscuros. Era flaco, blanco, su cabeza estaba llena de colochos negros que contrastaban con el cielo despejado. El Sol brillaba en lo más alto, hacía mucho calor y a ella le molestaba  la arena que se le metía en las sandalias. Un hombre bajo y muy bronceado ayudaba a su madre y sus dos hermanos a montar una lancha pequeña de madera. Ella tenía miedo, no quería subir, lloraba y se aferraba a su papá. Cuando nos bajemos del otro lado vas a ver algo que te va a gustar. Venite conmigo. Entonces la tomó de la cintura y la cargó. Se sintió segura abrazada con fuerza a su padre. Se recostó sobre su hombro, que ella creía más fuerte que el universo y se sintió en paz. Al caminar hacia la lancha ya no miraba hacia el frente, abrazada como estaba veía como todo iba quedando atrás. Él lo enfrentaba todo primero: el miedo, la lancha, el canal de aguas turbias. A ella le llegaba todo digerido, filtrado. Miraba la estela blanca que dejaba el pequeño motor gris. De pronto tocaron tierra y lo escuchó.

Fuerte, firme y a la vez fluido era el sonido que le llegaba con claridad. Algo que impactaba y se retiraba, que resistía constante. Un sonido como de brisa hecha agua eternamente. Su padre la sintió relajarse, pero a la vez estar muy atenta. Como los animales, ella percibía claramente con los sentidos. M’hija, ya vas a ver, le dijo su padre, bajándose de la lancha con la niña al hombro, echándose a andar cuesta arriba, el resto de la familia los siguió. Aún intrigada con la curiosidad de descubrir qué era el enigma que resollaba, no se animaba a soltarse. Uno de sus hermanos se adelantó, en un instante lo oyó llamar al hermano más pequeño. Él corrió para alcanzar al hermano mayor y luego de un momento lo escuchó llamarla: Nena, ¡tenés que ver esto! Entonces ella volteó la cabeza y justo sobre la duna vio por primera vez el mar. Se enamoró al instante de esa masa gris y azul, coronada de espuma blanca. Estaban parados ya en la parte alta de la duna, empujó a su padre para que la bajara. Él la puso sobre la arena y entonces en la orilla, las vio. Ellas vinieron. No dijeron nada. Pero nunca las olvidó. Una tras otra, en tonos verdes y azules.

Paula regresó con la toalla limpia y mucho sueño. Regina quería contarle del recuerdo viejo que recién había revivido. De las olas en tonos verdes y azules con coronas blancas y amarillas. De las cosas que encontraron su respuesta en ese recuerdo. Apenas abrió la boca, la voz cansada de su amiga salió al paso:

-Ay sho, Regis. Estás borracha.- La cortó, mientras le ayudaba a desvestirse.