martes, enero 06, 2015

Vasito de agua

Por Guillermo Muñoz Pinelo

Las gotas de sudor resbalaban por la frente de Isidro. Eran apenas las diez de la mañana pero él sudaba con apenas caminar. Igual hubiera sudado si estuviera sentado. Los nervios y la ansiedad lo hacían sacudirse. Lo había pensado durante días, desde que le llegó el rumor no había parado de pensar en ello. Él había llegado a ese punto en la vida en que se hace la primera inflexión. Uno se vuelve adolescente, aun siendo un niño, los juegos, la indiferencia, la torpeza nos delatan. Pero ya se empieza a escuchar el canto de las sirenas. Un  llamado que sin duda lleva a orillas nuevas.

Le faltaban dos cuadras para llegar a la casa que buscaba. Era la casa azul con puertas corintas, tenía un callejón que daba al patio trasero y a una plantación de caña. Faustino le había dado las indicaciones con precisión. Sus amigos le aseguraron que era de lo más sencillo. Que no tuviera pena. Le explicaron con detalle cómo realizar la operación. Debía estar sereno y a la vez actuar con decisión. Nada más sencillo: debía tocar la puerta y preguntar por ella, decir que solo llegaba a visitarla y lo dejarían entrar sin problemas.

Isidro tenía pavor de ir donde las putas. Pensaba que no había nada peor que una enfermedad, pero a la vez pensaba que los nervios que sentía, al apenas faltar una cuadra, tampoco eran de Dios. Imelda no era una mala mujer. La había conocido en el cumpleaños de un amigo. Era una muchacha como cualquier otra. Vivía con su madre y estudiaba el primer año de diversificado. Ella le llevaba 3 años, una infinidad a los 13. Algunos decían que simplemente era un poco tonta. Otros pensaban que se hacía la tonta, pero que entendía mejor que nadie muchas cosas.  Lo cierto es que tenía una figura espectacular y sabía ceñirse la ropa lo suficiente como para robar suspiros y hacer volar imaginaciones. Tanto así que dos de sus amigos habían tocado el cielo ese mismo año de la mano de Imelda. No les creía ni la mitad de lo que contaban, pero él se conformaría con que le pasara  la mitad de esa mitad.

Llegó al punto indicado: casa de un nivel, pared azul, puertas corintas. Tocó la puerta. Abrió la madre, él tranquilo repitió la fórmula que le dijo Faustino. Cruzó el umbral y penetró en la sombra refrescante de la casa.  Un sillón doble, una mesa de centro y unas sillas formaban la sala. Isidro se sentó en el sillón doble, siguiendo las instrucciones. Imelda apareció por la puerta del patio y se sentó a su lado. Después del saludo Isidro entró en pánico. No había pensado qué decir, cómo empezar la conversación casual. Iba a decir cualquier cosa y justo entonces la madre anunció que debía salir a comprar las cosas para el almuerzo, volvería quizás en una hora. Todo era justo como le dijeron, el plan funcionó perfecto.

Imelda notó que él estaba sudando, que estaba nervioso. Le puso una mano en el hombro, lo vio a los ojos y con una suave voz de sirena le dijo:


-¿Querés un vaso de agua?