Por Guillermo Muñoz Pinelo
Las gotas de sudor resbalaban por
la frente de Isidro. Eran apenas las diez de la mañana pero él sudaba con
apenas caminar. Igual hubiera sudado si estuviera sentado. Los nervios y la
ansiedad lo hacían sacudirse. Lo había pensado durante días, desde que le llegó
el rumor no había parado de pensar en ello. Él había llegado a ese punto en la
vida en que se hace la primera inflexión. Uno se vuelve adolescente, aun siendo
un niño, los juegos, la indiferencia, la torpeza nos delatan. Pero ya se
empieza a escuchar el canto de las sirenas. Un
llamado que sin duda lleva a orillas nuevas.
Le faltaban dos cuadras para
llegar a la casa que buscaba. Era la casa azul con puertas corintas, tenía un
callejón que daba al patio trasero y a una plantación de caña. Faustino le
había dado las indicaciones con precisión. Sus amigos le aseguraron que era
de lo más sencillo. Que no tuviera pena. Le explicaron con detalle cómo
realizar la operación. Debía estar sereno y a la vez actuar con decisión. Nada
más sencillo: debía tocar la puerta y preguntar por ella, decir que solo llegaba a
visitarla y lo dejarían entrar sin problemas.
Isidro tenía pavor de ir donde
las putas. Pensaba que no había nada peor que una enfermedad, pero a la vez pensaba que los nervios que sentía, al apenas faltar una cuadra, tampoco eran de Dios.
Imelda no era una mala mujer. La había conocido en el cumpleaños de un
amigo. Era una muchacha como cualquier otra. Vivía con su madre y estudiaba el
primer año de diversificado. Ella le llevaba 3 años, una infinidad a los 13.
Algunos decían que simplemente era un poco tonta. Otros pensaban que se hacía
la tonta, pero que entendía mejor que nadie muchas cosas. Lo cierto es que tenía una figura espectacular
y sabía ceñirse la ropa lo suficiente como para robar suspiros y hacer volar
imaginaciones. Tanto así que dos de sus amigos habían tocado el cielo ese mismo
año de la mano de Imelda. No les creía ni la mitad de lo que contaban, pero él se conformaría con
que le pasara la mitad de esa mitad.
Llegó al punto indicado: casa de un nivel, pared azul, puertas corintas. Tocó la puerta. Abrió la madre, él tranquilo repitió la fórmula que le dijo Faustino. Cruzó el umbral y penetró en la sombra refrescante de la casa. Un sillón doble, una mesa de centro y unas
sillas formaban la sala. Isidro se sentó en el sillón doble, siguiendo las
instrucciones. Imelda apareció por la puerta del patio y se sentó a su lado. Después
del saludo Isidro entró en pánico. No había pensado qué decir, cómo empezar la
conversación casual. Iba a decir cualquier cosa y justo entonces la madre anunció que
debía salir a comprar las cosas para el almuerzo, volvería quizás en una hora. Todo
era justo como le dijeron, el plan funcionó perfecto.
Imelda notó que él estaba
sudando, que estaba nervioso. Le puso una mano en el hombro, lo vio a los ojos
y con una suave voz de sirena le dijo:
-¿Querés un vaso de agua?