El paisaje de la costa del Mediterráneo
italiano se mecía con suavidad desde el catamarán. Pequeñas olas lamían los
pontones blancos de la embarcación. El cielo azul parecía una sábana lisa,
hecha de tela impregnada de sol y brisa marina. Ni una sola nube, la luz
envolviéndolo todo. Una docena de turistas, en su mayoría europeos, viajaban
con Horacio y Ligia. Él dormía tendido boca arriba sobre la malla blanca de la
cubierta. Ella iba sentada a su lado, contemplando los acantilados verticales
de piedra caliza cubiertos en sus cimas de parches de grama, arbustos y árboles
bajos. Se aproximaban a su destino. Algunos yates y barcos pequeños ya estaban
frente al sitio, la gente descendía de ellos en lanchas de remos. Ella bajó la
cabeza, a través de la malla, el mar de
color turquesa se recortaba contra la figura de Horacio. Estamos llegando, le dijo, poniendo con delicadeza, una mano sobre
el muslo del dormilón.
Él despertó y con parsimonia se apoyó
sobre sus codos, los lentes oscuros no dejaron que su asombro se notara.
Horacio pensaba para sus adentros que era mentira que el mar tuviera siete
tonos de azul, son miles más. Mentira también que Roma es la gloria de Italia. Capri es lo más hermoso de este país,
dijo mientras sonreía. Ligia lo comprendió perfectamente. Desde el primer
momento en que cruzaron palabra, se entendieron de una forma que era a la vez
complementaria y total. ¿Ves por qué
siendo italiana vengo cada vez que puedo? Horacio asintió, encandilado
nuevamente por la cualidad mágica de su voz. La primera vez que la escuchó quedó
prendado. Ella discutía con el cobrador el precio del ferry de Nápoles a Capri.
Él sin darse cuenta se unió a su viaje, ¿o fue ella quien se unió al de él? En Uruguay no tenemos nada como esto, el Río
de la Plata tiene lo suyo, ¡Pero esto!... Horacio se incorporó para ver de
frente los desfiladeros. Ya estaban muy cerca de la entrada de la Gruta Azul.
Los pasajeros, mientras tanto, se agrupaban a babor para sacarse las
fotografías de ocasión con los acantilados de fondo. Ligia seguía
sentada, contemplando el mar. Horacio le ofreció la mano, invitándola a ponerse
de pie. Ligia la tomó, pero lo jaló con suavidad para acercarlo a ella. Siéntate conmigo un momento, quiero que me
escuches. Voy a contarte una historia y quizá muchas cosas. Pero primero,
siéntate a mi lado.
Hay
mucha historia en este sitio, Horacio. La magia habita aquí, el sonido del mar,
el rumor del viento, las corrientes submarinas excavando grutas, explorando las
profundidades. Capri fue uno de los primeros pueblos italianos. Los griegos que
vivían acá por aquel entonces, dijeron que fundaron la ciudad alrededor del
sitio en que murió la sirena. Capri y Napoli son otra historia ahora. Ciudades
contemporáneas, industriales, superpobladas. Pero estos acantilados y sus
cuevas submarinas permanecen igual que en el tiempo de las sirenas.
Imagínatelas sentadas en la orilla, llamando a los marineros. Dimmi una cosa,
Orazio. ¿Las sirenas son buenas o malas?
Ligia se puso de pie al terminar la
pregunta. Sus palabras hacían eco en el cráneo de Horacio, como las señales que
reciben los murciélagos y los orientan para navegar la noche. Ligia se quitó la
salida de baño, ya solo ellos quedaban sobre la cubierta de la embarcación. El
capitán y su tripulación no estaban a la vista. El resto de los turistas ya se
alejaban, remando hacia la entrada de la gruta.
La piel morena y la cabellera negra y rizada empezaron a andar hacia la
popa y con ellos, toda Ligia. Horacio se paró y la siguió. Ella en su andar,
liberada del absurdo pudor, dejó tirado el top del bikini. Con un perfecto
clavado se zambulló en el mar. Horacio la vio sumergirse y sin pensarlo la
siguió. En las burbujas, ella lo abrazó y se acercó para el primer beso. En
aquel paraíso privado pintado de turquesa, el abrazo fue de una firmeza y ternura
infinitas. Horacio sabiendo la intimidad que los rodeaba, deslizó su mano más
hacia el sur. Encontró, en lugar de bikini y piel, escamas. Escamas de una cola
de sirena.
En un primer instante Horacio entró en
pánico. Pero la voz de Ligia sonó en su cabeza. Lo llamaba a seguirla. Nadaban
hacia la entrada de la gruta, ella ondulaba con poco esfuerzo su hermosa cola.
Las escamas eran un tornasol naranja y amarillo. Pasaron por debajo de las
quillas de los botes que llevaban a los pasajeros del catamarán, cuyos remos
batían el agua sin prisa. La sirena invocó una vieja magia y la marea subió en
un instante, bloqueando la entrada a la gruta para los botes. Solo ellos
pasaron, nadando por debajo de la superficie. Dentro de la Gruta Azul en la
penumbra de la luz fluorescente, Horacio se sentó en una roca a escuchar las
confesiones de la sirena. Ella contó la historia de su pueblo, las verdades y
mentiras de los mitos. La vida entre los humanos. El encontrar el amor y
llevarlo a su hogar, al mar, para ver si ese amor tiene ganas de hacer una
inmersión permanente. Si ellos se unían para siempre la bendición del mar lo
acogería como uno de los suyos. Si la rechazaba, él tendría que salvarse por su
propia cuenta. Las sirenas siempre
decimos que el amor es basto como el mar. Pero el mar es también terrible. ¿Qué decides? Inquirió ella con firmeza.
Antes de responder Horacio apretó los puños y cerró los ojos
Horacio abrió los ojos, solo veía cielo
azul. Flotaba tranquilamente en el mar, recostado sobre la malla blanca de la cubierta.
Escuchó pasos. Los pasajeros del catamarán se preparaban para abordar los botes
de remo. Ligia estaba sentada a su lado, distraída buscando una canción en su
Ipod, mientras cantaba algo en italiano.
Escucharla le daba paz, sus palabras parecían mecerlo al mismo ritmo que el
oleaje. Nunca lo habían hipnotizado, pero estaba seguro que debía sentirse
parecido a lo que estaba experimentando al escuchar a Ligia. Cayó de nuevo en
el sueño. Abrió los ojos en otra orilla, al borde de un cenote, la sirena de la
cola naranja y amarilla le sonreía haciendo círculos en el agua.