domingo, abril 19, 2015

Los espejismos del Mediterráneo

El paisaje de la costa del Mediterráneo italiano se mecía con suavidad desde el catamarán. Pequeñas olas lamían los pontones blancos de la embarcación. El cielo azul parecía una sábana lisa, hecha de tela impregnada de sol y brisa marina. Ni una sola nube, la luz envolviéndolo todo. Una docena de turistas, en su mayoría europeos, viajaban con Horacio y Ligia. Él dormía tendido boca arriba sobre la malla blanca de la cubierta. Ella iba sentada a su lado, contemplando los acantilados verticales de piedra caliza cubiertos en sus cimas de parches de grama, arbustos y árboles bajos. Se aproximaban a su destino. Algunos yates y barcos pequeños ya estaban frente al sitio, la gente descendía de ellos en lanchas de remos. Ella bajó la cabeza, a través de la malla,  el mar de color turquesa se recortaba contra la figura de Horacio. Estamos llegando, le dijo, poniendo con delicadeza, una mano sobre el  muslo del dormilón.

Él despertó y con parsimonia se apoyó sobre sus codos, los lentes oscuros no dejaron que su asombro se notara. Horacio pensaba para sus adentros que era mentira que el mar tuviera siete tonos de azul, son miles más. Mentira también que Roma es la gloria de Italia. Capri es lo más hermoso de este país, dijo mientras sonreía. Ligia lo comprendió perfectamente. Desde el primer momento en que cruzaron palabra, se entendieron de una forma que era a la vez complementaria y total. ¿Ves por qué siendo italiana vengo cada vez que puedo? Horacio asintió, encandilado nuevamente por la cualidad mágica de su voz. La primera vez que la escuchó quedó prendado. Ella discutía con el cobrador el precio del ferry de Nápoles a Capri. Él sin darse cuenta se unió a su viaje, ¿o fue ella quien se unió al de él? En Uruguay no tenemos nada como esto, el Río de la Plata tiene lo suyo, ¡Pero esto!... Horacio se incorporó para ver de frente los desfiladeros. Ya estaban muy cerca de la entrada de la Gruta Azul. Los pasajeros, mientras tanto, se agrupaban a babor para sacarse las fotografías de ocasión con los acantilados de fondo. Ligia seguía sentada, contemplando el mar. Horacio le ofreció la mano, invitándola a ponerse de pie. Ligia la tomó, pero lo jaló con suavidad para acercarlo a ella. Siéntate conmigo un momento, quiero que me escuches. Voy a contarte una historia y quizá muchas cosas. Pero primero, siéntate a mi lado.

Hay mucha historia en este sitio, Horacio. La magia habita aquí, el sonido del mar, el rumor del viento, las corrientes submarinas excavando grutas, explorando las profundidades. Capri fue uno de los primeros pueblos italianos. Los griegos que vivían acá por aquel entonces, dijeron que fundaron la ciudad alrededor del sitio en que murió la sirena. Capri y Napoli son otra historia ahora. Ciudades contemporáneas, industriales, superpobladas. Pero estos acantilados y sus cuevas submarinas permanecen igual que en el tiempo de las sirenas. Imagínatelas sentadas en la orilla, llamando a los marineros. Dimmi una cosa, Orazio. ¿Las sirenas son buenas o malas?

Ligia se puso de pie al terminar la pregunta. Sus palabras hacían eco en el cráneo de Horacio, como las señales que reciben los murciélagos y los orientan para navegar la noche. Ligia se quitó la salida de baño, ya solo ellos quedaban sobre la cubierta de la embarcación. El capitán y su tripulación no estaban a la vista. El resto de los turistas ya se alejaban, remando hacia la entrada de la gruta.  La piel morena y la cabellera negra y rizada empezaron a andar hacia la popa y con ellos, toda Ligia. Horacio se paró y la siguió. Ella en su andar, liberada del absurdo pudor, dejó tirado el top del bikini. Con un perfecto clavado se zambulló en el mar. Horacio la vio sumergirse y sin pensarlo la siguió. En las burbujas, ella lo abrazó y se acercó para el primer beso. En aquel paraíso privado pintado de turquesa, el abrazo fue de una firmeza y ternura infinitas. Horacio sabiendo la intimidad que los rodeaba, deslizó su mano más hacia el sur. Encontró, en lugar de bikini y piel, escamas. Escamas de una cola de sirena.

En un primer instante Horacio entró en pánico. Pero la voz de Ligia sonó en su cabeza. Lo llamaba a seguirla. Nadaban hacia la entrada de la gruta, ella ondulaba con poco esfuerzo su hermosa cola. Las escamas eran un tornasol naranja y amarillo. Pasaron por debajo de las quillas de los botes que llevaban a los pasajeros del catamarán, cuyos remos batían el agua sin prisa. La sirena invocó una vieja magia y la marea subió en un instante, bloqueando la entrada a la gruta para los botes. Solo ellos pasaron, nadando por debajo de la superficie. Dentro de la Gruta Azul en la penumbra de la luz fluorescente, Horacio se sentó en una roca a escuchar las confesiones de la sirena. Ella contó la historia de su pueblo, las verdades y mentiras de los mitos. La vida entre los humanos. El encontrar el amor y llevarlo a su hogar, al mar, para ver si ese amor tiene ganas de hacer una inmersión permanente. Si ellos se unían para siempre la bendición del mar lo acogería como uno de los suyos. Si la rechazaba, él tendría que salvarse por su propia cuenta. Las sirenas siempre decimos que el amor es basto como el mar. Pero el mar es también terrible. ¿Qué decides? Inquirió ella con firmeza. Antes de responder Horacio apretó los puños y cerró los ojos

Horacio abrió los ojos, solo veía cielo azul. Flotaba tranquilamente en el mar, recostado sobre la malla blanca de la cubierta. Escuchó pasos. Los pasajeros del catamarán se preparaban para abordar los botes de remo. Ligia estaba sentada a su lado, distraída buscando una canción en su Ipod, mientras cantaba algo en  italiano. Escucharla le daba paz, sus palabras parecían mecerlo al mismo ritmo que el oleaje. Nunca lo habían hipnotizado, pero estaba seguro que debía sentirse parecido a lo que estaba experimentando al escuchar a Ligia. Cayó de nuevo en el sueño. Abrió los ojos en otra orilla, al borde de un cenote, la sirena de la cola naranja y amarilla le sonreía haciendo círculos en el agua. 

lunes, abril 13, 2015

El regalo

Andrés se revolvió lento en las sábanas tibias. Abrió los ojos.  La luz plateada de la mañana empezaba a meterse por la ventana. Ana aún estaba dormida, su espalda se arqueaba suavemente en un compás como de marea que respira. Se sentó en la cama y apoyó la espalda en la cabecera. Así la estuvo viendo y recordando la conversación que habían tenido la noche anterior. Habían hablado hasta la madrugada. De todo lo que discutieron y rememoraron, observándola mientras dormía, recordó un detalle que no había contado sobre de la bonita mañana de septiembre en que hizo su Primera Comunión.

El cielo era azul, de un tono intenso; la brisa de la mañana empujaba sin prisa las pocas nubes dispersas. El lago era de un color azul oscuro, un oleaje tranquilo mecía las canoas que lo cruzaban. Sus padres habían organizado la recepción de la primera comunión en un hotel que tenía un jardín grande, justo a la orilla del lago. Los invitados eran mayormente familiares y los amigos cercanos de la familia. Luego de la Misa, las fotos y los abrazos, el momento que más había esperado llegó: los regalos.

Su madre se acercó a él, se sentó en la grama y le entregó un paquete. Envuelto en papel con dibujos de globos azules y rojos sobre un fondo amarillo, venía el misterio. ¿Qué era ese rectángulo delgado y duro? Era demasiado pequeño para ser una caja, no hacía ruido al agitarlo. Es mi regalo había dicho su mamá mientras Andrés rompía el papel, pero miraba perplejo como ella le sonreía con complicidad. Habían acordado, semanas atrás, que el regalo sería una bicicleta BMX, azul cromado. En lugar de un manubrio, sus manos sostenían un libro verde. Había un título y un dibujo de un muchacho con una lanza.

-Insistí. Varias veces insistí. Sin embargo fue imposible. Yo quería la bicicleta- dijo en voz alta. Sonriendo a medias, con ironía.

Un murmullo que dijo ¿Qué?, agitó el sueño de  Ana.

-Nada, cariño, volvé a dormir. Estaba soñando despierto. - dijo él, al mismo tiempo que la arropaba.

Se zambulló de nuevo en las sábanas, dándole la espalda a su esposa. Luego de un momento volvió a dormir. Lo último que vieron sus ojos fue una larga pila de libros sobre la mesa de noche.