miércoles, abril 16, 2008

Reunión

Llego a las tres menos ocho minutos, el lugar es un edificio de 6 niveles en la zona 13 de la ciudad de Guatemala. El clima ha estado jugando malas pasadas, parece que últimamente se le antoja con mayor frecuencia mostrar su temperamento; hoy hace frío, el viento corre como si fuera noviembre, el cielo está nublado pero límpido, definido, se podrían contar todas las curvas de las nubes.  Entro al edificio contento de llegar un poco antes de lo pactado, siento algo indefinido rondando dentro de mi, algo que acaricia levemente mi estómago; en circunstancias como esta siempre prefiero pensar que es algo bueno, me inclino un poco mientras subo las gradas y confirmo que esa caricia leve sigue allí, como una mano.  Al entrar al edificio doy mi nombre a la recepcionista y bajo la vista para mirar mis zapatos recortados contra el piso de cerámica negra, inspecciono mis zapatos, las motas blancas que se adhieren siempre al traje y trato de quitarlas con disimulo del pantalón, de las mangas del traje.  Me siento a esperar ser llamado.  Gente entra y sale, llevan cajas, papeles, llevan la cara marcada con la carga del trabajo, siempre esa cicatriz que se marca o se disimula según la felicidad o la pesadez, de cada uno.  Cada vez que se abre la puerta un poco de viento fresco entra y puedo sentir aun más la mano (que, no se por qué, creo es de mujer) que me acaricia el estómago; me llevo la mano derecha al vientre, quizá inconscientemente, para tratar de calmar a la otra que me recuerda que estoy un poco como un pez fuera del agua, boqueando y aleteando, intentando volver a mi elemento, intentando un poco con desesperación otro tanto con esperanza y otro tanto con desengaño.  Veo el reloj, las tres con cinco minutos y esta vez me da gusto no haber sido yo el impuntual.  Me levanto del asiento de plástico lentamente, buscando la calma o tal vez aparentándola, veo a través de la puerta de cristal. Afuera el mundo está como en estado de gracia; el viento golpea suavemente el cristal de la puerta, los vehículos circulan con tranquilidad, el guardián del edificio y un lustrador de botas platican sobre algo que no son estados financieros, índices de crecimiento o la tasa de riesgo del transporte de bienes, ellos sonríen con la soltura de los hombres sencillos, sabiendo un poco más de lo que no se aprende en salones, ni se certifica con títulos.  El mundo en estado de gracia, girando sin cesar al rededor de dos hombres que ignoran que los observo y que no se dan cuenta de cuando me volteo porque la recepcionista me llama y me dice que me esperan en el cuarto piso, se disculpa de que los ascensores no estén funcionando con una leve sonrisa, sin apartar los ojos de la pantalla de la computadora. 

Empiezo el ascenso hacia el cuarto piso, allí me espera una pequeña dama con un pie fuera y otro dentro, deseando que la persona que me espera tome una decisión pronto y la deje irse con tranquilidad, sin cabos sueltos, sin pendientes.  Las escaleras son de cemento, las paredes son blancas, cada diez escaleras hay un descanso, una vuelta a la derecha y otros diez peldaños; segundo nivel, una división de vidrio ahumado y hierro separan las escaleras de las oficinas, a la derecha una puerta de madera y a la izquierda otra igual, como vista en un espejo, hay gente que camina dentro de las oficinas de la izquierda, apenas los puedo ver mientras sigo caminando para tomar la siguiente tanda de peldaños, solo logro adivinar cubículos tapizados con una tela gris gruesa, como de alfombra, gente trabajando en ellos, gente ajena a lo que sucede fuera de la pantalla de la computadora; se repite la escena en el tercer piso, casi sin variaciones, aquí noto que en el pasillo entre las dos puertas de madera hay dos cuadros en los que rezan la visión y misión de la empresa, para que los que pasen por allí no se olviden de "por qué están allí", para que espanten el desazón y la pregunta que les podría llegar a rondar en la cabeza -¿por qué estoy aquí?-; el corazón empieza a acusar el esfuerzo de las escaleras cuando llego al cuarto nivel, esta vez entro en la puerta de la derecha, una alfombra color gris claro cubre el suelo de la oficina, dos hombres trabajan en ella, uno de ellos advierte mi presencia y avisa que estoy allí a la encargada de personal, sale la pequeña dama de su cubículo y me conduce, un piso más arriba, a la oficina de la persona que me espera.  En el camino intercambiamos los saludos y frases habituales, hacemos uso de ellas para justificar la compañía, para excusar un poco a la soledad, pero sin dejarla ir aun, solo para hacerla a un lado, un instante nomás. 

Ya en el quinto piso solo hay una puerta y está del lado derecho, allí hay un salón de reuniones con al menos veinte sillas que miran, todas muy ordenadas a una mesa enorme de madera oscura y pulida, por el ventanal de vidro ahumado de doble altura entra la luz y yo veo el paisaje de la ciudad (edificios, casas, calles, el aeropuerto), allá afuera el mundo es otro.  Me indican que suba las escaleras y que allí está la oficia de la persona que me espera.  Tomo las escaleras de caracol, esta vez tapizadas con alfombra azul y llego a la oficina.  Allí un hombre en la mitad de sus treintas está detrás de un escritorio de madera donde hay tres computadoras, de la pared cuelgan diplomas; noto que dos de ellos son de las dos universidades más prestigiosas y, por tanto caras, del mundo.  Se levanta para saludar y se presenta, sus gestos son un tanto señoriales, pareciera un Comendador enviado por su majestad la Reina Isabel para interrogar; este hombre siente que tiene el mundo en su mano y no tiene empacho en demostrarlo y yo tengo la idea fugaz de que en lo que esas tres pantallas no es él quien analiza y juzga, sino que ellas lo ven a él y aprende y crecen y el mundo interior de ese edificio gira alrededor de él. Luego de un breve apretón de manos empieza la entrevista.  Sus preguntas son rápidas y concretas, sabe lo que hace, sabe lo que busca.  Yo voy respondiendo, pasando de mi experiencia laboral a mis intereses personales, a los logros alcanzados, a las personas que me conocen, a las personas que me refirieron, nos detenemos brevemente para hablar de un punto oscuro de mi historia laboral, queda satisfecho con mis explicaciones y sigue, sigue y sigue, como una tren bala que tiene una pluma fuente en la punta y va tomando notas de cada respuesta que voy dando, comentamos un poco sobre banalidades y luego, sin más, me da las gracias y me dice que me llamará en cuatro días para pasar a la siguiente etapa o bien para "darme las gracias".  Los pasos para salir de esa enorme oficina, que a sin pensarlo dos veces es más grande que mi apartamento, se me hacen eternos y quisiera apresurarlos, en el fondo realmente quisiera huir, pero el decoro y el Comendador no me dejan.  Bajo las escaleras de caracol y sigo así, casi sin reparar en nada al cuarto nivel, me despido rápidamente de la dama, que promete mantenerme informado, y bajo como una exhalación hasta la recepción, salgo del edificio y allí, por fin, respiro otra vez, cesa el aleteo, cesa la ansiedad y vuelve la calma, lentamente, allí al fin, me encuentro en estado de gracia.