jueves, febrero 04, 2016

Antes que todo se apagara

El aeropuerto era igual que todos: un nido de aves de paso. Acostumbrado al ritmo lento de su pueblo, detestaba la agitación característica del Aeropuerto Internacional de Miami. Su refugio eran las librerías. Allí la gente se tomaba las cosas con más calma. Había una Barns & Noble de dos niveles con una sección muy buena de clásicos. Se compró un café y lo disfrutó despacio antes de entrar a la librería. Tenía ganas de leer algo que hiciera ligeras las horas que faltaban para su conexión. Al salir de la librería no sería el mismo hombre.
Lo que primero que le llamó la atención de ella fue el hecho de que tenía en su bolsa de compras una copia francesa de las cartas entre Henry Miller y Anais Nïn. Conservó la distancia pero estuvo lo bastante cerca como para leer los libros que ella ojeaba. Verla caminar y detenerse para tomar una copia de Whitman y luego dejarla olvidada, escoger una edición de "Dejemos Hablar al Viento" y meterla a la bolsa; le recordaba la primera vez que descubrió la delicadeza de la feminidad. En aquel entonces para él fue el descubrimiento de un secreto que estuvo ante sus ojos todo el tiempo. Revivirlo ahora en la mujer que se paseaba por la librería tan dueña de si misma, única en sus gestos, brutalmente honesta; reactivó memorias y mecanismos que no se permitió transitar durante demasiados años.
Supo que era amor en ese mismo instante, porque en sus años de vida, solo lo había sentido así de claro a finales de un verano benévolo, recostado a la sombra fresca de la terraza de la casa de Valeska. Tenían once años. Ella había llegado a visitar a su tía por primera vez. El verano lo pasaron riendo y jugando con el resto de amigos y amigas del barrio. Vale, como la llamaba él, aprendió los juegos que ellos conocían y también les enseñó algunos juegos holandeses. La tarde de finales de verano en la terraza, mataban el tiempo buscándole forma a las nubes. Él sintió la mirada, los enormes ojos negros de Valeska lo buscaban. Volteó a verla. Ella lo miraba como nunca lo había hecho. Ambos rieron. Cuando ella sonreía aparecían dos hoyuelos en cada mejilla, era raro pero a él por alguna razón eso lo trastornaba. Él se dio cuenta de lo que sentía y se lo dijo. Valeska sonrió, dejó escapar un pequeño grito y sin decir  palabra, todo estuvo bien, las nubes en el cielo azul, seguían girando. Estuvieron así hasta que se hizo de noche. Ese era el último día de las vacaciones de la niña blanca, alta y pecosa. Se juraron los insolados juramentos del verano y nunca más volvieron a verse.
Esta vez no sucedería, se dijo a sí mismo. Sintió otra vez, como lo hizo antes de que todo se apagara. Así que tomó con firmeza la maleta y encaminó sus pasos lo mejor que pudo hacia la mujer que escogía los libros con tan buen gusto.

domingo, octubre 04, 2015

Los momentos del cambio

 
Yo era una madre soltera, haciendo cursos extra de computación para los cuales viajaba en bus de San Lucas a la ciudad. Tenía que viajar 30 kilómetros y 30 de regreso. Estaba cansada – Me quedé dormida mientras Otto Pérez Molina (el político mano-dura que estaba implicado en el escándalo de corrupción más grande de la historia del país) daba su famosa conferencia de prensa. Al día siguiente escuché un reporte en una radio de Chimaltenango que pensé era puro cuento, el reportero decía: ‘Estoy en la Plaza de la Constitución, hay mucha gente en la Plaza.’ Llegué al trabajo y una colega se lanzó para abrazarme, alguien destapaba una botella de sidra que había quedado del convivio, ella grito, ‘Lo supiste todo el tiempo.’ Yo había dicho que renunciaría antes del siguiente fin de semana. Lo dije deseando que se levantaran los bloqueos de carretera por el paro nacional, ya que quería visitar a mi madre en Quetzaltenango por su cumpleaños 192. Y así sería.
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Justo al llegar a casa sonó la notificación Twitter. Un DM de mi esposa con una foto de ella y nuestro hijo: “Nos fuimos a la carrera a la Plaza de la Constitución.” Le respondí: “Voy con ustedes. Frente a Casa Presidencial en 20” Presioné ‘Enviar’ y salí al instante. Estacioné a la vuelta de Casa Presidencial, sobre la séptima. Caminé por la quinta calle para reunirme con mi esposa. Una puerta lateral del Palacio se abrió y de ella salieron una pareja de abogados, cargando cajas repletas de papeles. Se metieron a un vehículo que los esperaba en la esquina y desaparecieron en las calles sin tráfico. No lo pude comprender – ¿ellos realmente creían que podían evitar todo lo que estaba sucediendo? Me junté con mi esposa, fuimos a dejado al niño donde mi suegra a un par de cuadras. Estuvimos un rato en la Plaza y luego nos fuimos al Portalito. Parrandeamos hasta las 4 de la mañana. Al día siguiente, con el chapín promedio, me inventé algo para no ir a trabajar.
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Yo era un estudiante de derecho en Santa Rosa, viendo la televisión con mis amigos de la cuadra. ¡Había renunciado! Nos subimos al carro y manejamos a la ciudad. Al día siguiente estuve en la Plaza de la Constitución. Había un gigantesco clima de fiesta. Recuerdo con exactitud, el sentimiento del cambio real. Fue bien chilero.
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Tenía una noción vaga de lo que había sucedido durante el gobierno de Otto Pérez Molina. En la aldea de Nentón donde vivía, solo había una tienda. No siempre abría, porque escaseaban los productos. Recuerdo cuando visité a mi prima en la capital. Trabajaba en la casa de un señor que trabajaba para la Baldetti pero hacía semanas que estaba huido. Vimos una película en la sala de cine del sótano. Tanto lujo, tantas cosas. Nunca había siquiera imaginado que algo así podía existir.
 
Guillermo Muñoz
Septiembre 2015








domingo, abril 19, 2015

Los espejismos del Mediterráneo

El paisaje de la costa del Mediterráneo italiano se mecía con suavidad desde el catamarán. Pequeñas olas lamían los pontones blancos de la embarcación. El cielo azul parecía una sábana lisa, hecha de tela impregnada de sol y brisa marina. Ni una sola nube, la luz envolviéndolo todo. Una docena de turistas, en su mayoría europeos, viajaban con Horacio y Ligia. Él dormía tendido boca arriba sobre la malla blanca de la cubierta. Ella iba sentada a su lado, contemplando los acantilados verticales de piedra caliza cubiertos en sus cimas de parches de grama, arbustos y árboles bajos. Se aproximaban a su destino. Algunos yates y barcos pequeños ya estaban frente al sitio, la gente descendía de ellos en lanchas de remos. Ella bajó la cabeza, a través de la malla,  el mar de color turquesa se recortaba contra la figura de Horacio. Estamos llegando, le dijo, poniendo con delicadeza, una mano sobre el  muslo del dormilón.

Él despertó y con parsimonia se apoyó sobre sus codos, los lentes oscuros no dejaron que su asombro se notara. Horacio pensaba para sus adentros que era mentira que el mar tuviera siete tonos de azul, son miles más. Mentira también que Roma es la gloria de Italia. Capri es lo más hermoso de este país, dijo mientras sonreía. Ligia lo comprendió perfectamente. Desde el primer momento en que cruzaron palabra, se entendieron de una forma que era a la vez complementaria y total. ¿Ves por qué siendo italiana vengo cada vez que puedo? Horacio asintió, encandilado nuevamente por la cualidad mágica de su voz. La primera vez que la escuchó quedó prendado. Ella discutía con el cobrador el precio del ferry de Nápoles a Capri. Él sin darse cuenta se unió a su viaje, ¿o fue ella quien se unió al de él? En Uruguay no tenemos nada como esto, el Río de la Plata tiene lo suyo, ¡Pero esto!... Horacio se incorporó para ver de frente los desfiladeros. Ya estaban muy cerca de la entrada de la Gruta Azul. Los pasajeros, mientras tanto, se agrupaban a babor para sacarse las fotografías de ocasión con los acantilados de fondo. Ligia seguía sentada, contemplando el mar. Horacio le ofreció la mano, invitándola a ponerse de pie. Ligia la tomó, pero lo jaló con suavidad para acercarlo a ella. Siéntate conmigo un momento, quiero que me escuches. Voy a contarte una historia y quizá muchas cosas. Pero primero, siéntate a mi lado.

Hay mucha historia en este sitio, Horacio. La magia habita aquí, el sonido del mar, el rumor del viento, las corrientes submarinas excavando grutas, explorando las profundidades. Capri fue uno de los primeros pueblos italianos. Los griegos que vivían acá por aquel entonces, dijeron que fundaron la ciudad alrededor del sitio en que murió la sirena. Capri y Napoli son otra historia ahora. Ciudades contemporáneas, industriales, superpobladas. Pero estos acantilados y sus cuevas submarinas permanecen igual que en el tiempo de las sirenas. Imagínatelas sentadas en la orilla, llamando a los marineros. Dimmi una cosa, Orazio. ¿Las sirenas son buenas o malas?

Ligia se puso de pie al terminar la pregunta. Sus palabras hacían eco en el cráneo de Horacio, como las señales que reciben los murciélagos y los orientan para navegar la noche. Ligia se quitó la salida de baño, ya solo ellos quedaban sobre la cubierta de la embarcación. El capitán y su tripulación no estaban a la vista. El resto de los turistas ya se alejaban, remando hacia la entrada de la gruta.  La piel morena y la cabellera negra y rizada empezaron a andar hacia la popa y con ellos, toda Ligia. Horacio se paró y la siguió. Ella en su andar, liberada del absurdo pudor, dejó tirado el top del bikini. Con un perfecto clavado se zambulló en el mar. Horacio la vio sumergirse y sin pensarlo la siguió. En las burbujas, ella lo abrazó y se acercó para el primer beso. En aquel paraíso privado pintado de turquesa, el abrazo fue de una firmeza y ternura infinitas. Horacio sabiendo la intimidad que los rodeaba, deslizó su mano más hacia el sur. Encontró, en lugar de bikini y piel, escamas. Escamas de una cola de sirena.

En un primer instante Horacio entró en pánico. Pero la voz de Ligia sonó en su cabeza. Lo llamaba a seguirla. Nadaban hacia la entrada de la gruta, ella ondulaba con poco esfuerzo su hermosa cola. Las escamas eran un tornasol naranja y amarillo. Pasaron por debajo de las quillas de los botes que llevaban a los pasajeros del catamarán, cuyos remos batían el agua sin prisa. La sirena invocó una vieja magia y la marea subió en un instante, bloqueando la entrada a la gruta para los botes. Solo ellos pasaron, nadando por debajo de la superficie. Dentro de la Gruta Azul en la penumbra de la luz fluorescente, Horacio se sentó en una roca a escuchar las confesiones de la sirena. Ella contó la historia de su pueblo, las verdades y mentiras de los mitos. La vida entre los humanos. El encontrar el amor y llevarlo a su hogar, al mar, para ver si ese amor tiene ganas de hacer una inmersión permanente. Si ellos se unían para siempre la bendición del mar lo acogería como uno de los suyos. Si la rechazaba, él tendría que salvarse por su propia cuenta. Las sirenas siempre decimos que el amor es basto como el mar. Pero el mar es también terrible. ¿Qué decides? Inquirió ella con firmeza. Antes de responder Horacio apretó los puños y cerró los ojos

Horacio abrió los ojos, solo veía cielo azul. Flotaba tranquilamente en el mar, recostado sobre la malla blanca de la cubierta. Escuchó pasos. Los pasajeros del catamarán se preparaban para abordar los botes de remo. Ligia estaba sentada a su lado, distraída buscando una canción en su Ipod, mientras cantaba algo en  italiano. Escucharla le daba paz, sus palabras parecían mecerlo al mismo ritmo que el oleaje. Nunca lo habían hipnotizado, pero estaba seguro que debía sentirse parecido a lo que estaba experimentando al escuchar a Ligia. Cayó de nuevo en el sueño. Abrió los ojos en otra orilla, al borde de un cenote, la sirena de la cola naranja y amarilla le sonreía haciendo círculos en el agua. 

lunes, abril 13, 2015

El regalo

Andrés se revolvió lento en las sábanas tibias. Abrió los ojos.  La luz plateada de la mañana empezaba a meterse por la ventana. Ana aún estaba dormida, su espalda se arqueaba suavemente en un compás como de marea que respira. Se sentó en la cama y apoyó la espalda en la cabecera. Así la estuvo viendo y recordando la conversación que habían tenido la noche anterior. Habían hablado hasta la madrugada. De todo lo que discutieron y rememoraron, observándola mientras dormía, recordó un detalle que no había contado sobre de la bonita mañana de septiembre en que hizo su Primera Comunión.

El cielo era azul, de un tono intenso; la brisa de la mañana empujaba sin prisa las pocas nubes dispersas. El lago era de un color azul oscuro, un oleaje tranquilo mecía las canoas que lo cruzaban. Sus padres habían organizado la recepción de la primera comunión en un hotel que tenía un jardín grande, justo a la orilla del lago. Los invitados eran mayormente familiares y los amigos cercanos de la familia. Luego de la Misa, las fotos y los abrazos, el momento que más había esperado llegó: los regalos.

Su madre se acercó a él, se sentó en la grama y le entregó un paquete. Envuelto en papel con dibujos de globos azules y rojos sobre un fondo amarillo, venía el misterio. ¿Qué era ese rectángulo delgado y duro? Era demasiado pequeño para ser una caja, no hacía ruido al agitarlo. Es mi regalo había dicho su mamá mientras Andrés rompía el papel, pero miraba perplejo como ella le sonreía con complicidad. Habían acordado, semanas atrás, que el regalo sería una bicicleta BMX, azul cromado. En lugar de un manubrio, sus manos sostenían un libro verde. Había un título y un dibujo de un muchacho con una lanza.

-Insistí. Varias veces insistí. Sin embargo fue imposible. Yo quería la bicicleta- dijo en voz alta. Sonriendo a medias, con ironía.

Un murmullo que dijo ¿Qué?, agitó el sueño de  Ana.

-Nada, cariño, volvé a dormir. Estaba soñando despierto. - dijo él, al mismo tiempo que la arropaba.

Se zambulló de nuevo en las sábanas, dándole la espalda a su esposa. Luego de un momento volvió a dormir. Lo último que vieron sus ojos fue una larga pila de libros sobre la mesa de noche.

viernes, marzo 27, 2015

El Guion

 


Cuando Josué me encontró en aquella mansión abandonada, la larga espera terminó. Muy poca gente se había atrevido a entrar en el caserón de madera a lo largo de los años. Los que lo hicieron antes que él nunca llegaron al cuarto donde me habían olvidado. La rabia de mi soledad que desataba bandadas de aullidos o ráfagas de frío, los espantaba. Mis suspiros hacían crujir las paredes y cuando parpadeaba encendía y apagaba luces. Tras las ventanas clausuradas, el polvo cubrió la mesa, el parquet, sillas, camas, ventanas, todo. Mejor dicho, casi todo, porque sobre mí jamás cayó algo que pudiera macular la perfecta cubierta de cuero negro. Eso fue lo primero que atrajo la atención de Josué al verme. En el título impreso en letras doradas, estaba la trampa y no pudo resistirla: El Guion. Era un muchacho asustado intentando ser valiente en la casa embrujada del pueblo. ¿Cómo lo podía asustar un simple libro en una casa llena de fantasmas y apariciones? La respuesta, larga como una vida, Josué la estaba leyendo.

Yo era la causa del horror que habitaba esa casa. En mí residía un poder capaz de alterar el orden natural de las cosas. Quien se atreviera a abrirme encontraría en mi primera página, todas las oraciones que comprendían la historia minuciosa de su vida. El que en mí leía, la felicidad de las sorpresas que el tiempo descubre, para siempre perdía. Josué en una lectura rápida conoció su futuro. Pero el precio es que su vida, su presente, lo que sucede día a día, de forma irrevocable y hasta su muerte pertenece solo a mí. Cada mañana, de ahora en adelante, al despertar tendrá plena conciencia de lo que sucederá en la jornada. Yo dicto, Josué se limita a ejecutar aquello que al leer él mismo había escrito. Porque todo ello ahora estaba en mí. Yo soy esa historia y existo para garantizar que se ejecute al pie de la letra. Josué, un alma buena y joven, se sintió satisfecho y fascinado con la vida que leyó. O al menos eso pensó en un primer momento. Hay que reparar en la letra pequeña.

Al día siguiente, en el colegio, por primera vez comprendió el lío en el que estaba metido. Ya sabía lo que iba a pasar en el examen: lo iba a perder. Sufrió al poner las respuestas erróneas, pero no lo pudo evitar, su mano y todo su cuerpo seguían la voluntad automática de lo que estaba escrito. Pocos meses después, con mucho esfuerzo y voluntad, me contradijo salvándose de una golpiza que lo esperaba a la salida del colegio. Al llegar a casa se sintió aliviado, había encontrado una salida al feroz libreto. En la puerta de la casa encontró a su hermana muy asustada. Hacía un rato, más o menos a la hora de la salida del colegio, todas las plantas, hierbas y verduras de la casa, incluso las que estaban en el refrigerador y hasta las del caldo del almuerzo, se habían podrido en un instante. Josué de inmediato comprendió mi mensaje. Si eso había pasado por evitar una golpiza, sucederían cosas peores que la comida echada a perder si lo intentaba de nuevo. Hablar de mí era imposible, yo le hacía perder la voz si se atrevía a imaginarlo. Varias veces me echó a las llamas o me dejó perdido, solo para encontrarme en el primer cajón que abriera. Se resignó y durante los siguientes ochenta y tres años ejecutó sus líneas con pocas libertades de interpretación. En mis pasajes más oscuros llegué a sospechar que sus días favoritos fueron todos los que vivió antes de levantarme de la mesa empolvada.

Yo nunca me cansé de repetirle que en realidad la situación no era tan mala, que debía ver también las cosas buenas de su situación. Él decía que era como si todos los días le contaran el final de la película antes de poder verla. Poco entiendo y sigo sin entender mucho sobre eso que llaman vivir. Lo mío, señoras y señores, es el saber y en el sentido más amplio yo otorgué el conocimiento que todos buscan. Yo di las respuestas a estas preguntas: ¿Qué va a pasar con mi vida? ¿Quién soy? ¿Cómo voy a morir? Un libro muy viejo dijo: “Ten cuidado con lo que pides, puede que lo obtengas”. Qué razón tenía.

...

 

Por Guillermo Muñoz Pinelo

martes, enero 06, 2015

Vasito de agua

Por Guillermo Muñoz Pinelo

Las gotas de sudor resbalaban por la frente de Isidro. Eran apenas las diez de la mañana pero él sudaba con apenas caminar. Igual hubiera sudado si estuviera sentado. Los nervios y la ansiedad lo hacían sacudirse. Lo había pensado durante días, desde que le llegó el rumor no había parado de pensar en ello. Él había llegado a ese punto en la vida en que se hace la primera inflexión. Uno se vuelve adolescente, aun siendo un niño, los juegos, la indiferencia, la torpeza nos delatan. Pero ya se empieza a escuchar el canto de las sirenas. Un  llamado que sin duda lleva a orillas nuevas.

Le faltaban dos cuadras para llegar a la casa que buscaba. Era la casa azul con puertas corintas, tenía un callejón que daba al patio trasero y a una plantación de caña. Faustino le había dado las indicaciones con precisión. Sus amigos le aseguraron que era de lo más sencillo. Que no tuviera pena. Le explicaron con detalle cómo realizar la operación. Debía estar sereno y a la vez actuar con decisión. Nada más sencillo: debía tocar la puerta y preguntar por ella, decir que solo llegaba a visitarla y lo dejarían entrar sin problemas.

Isidro tenía pavor de ir donde las putas. Pensaba que no había nada peor que una enfermedad, pero a la vez pensaba que los nervios que sentía, al apenas faltar una cuadra, tampoco eran de Dios. Imelda no era una mala mujer. La había conocido en el cumpleaños de un amigo. Era una muchacha como cualquier otra. Vivía con su madre y estudiaba el primer año de diversificado. Ella le llevaba 3 años, una infinidad a los 13. Algunos decían que simplemente era un poco tonta. Otros pensaban que se hacía la tonta, pero que entendía mejor que nadie muchas cosas.  Lo cierto es que tenía una figura espectacular y sabía ceñirse la ropa lo suficiente como para robar suspiros y hacer volar imaginaciones. Tanto así que dos de sus amigos habían tocado el cielo ese mismo año de la mano de Imelda. No les creía ni la mitad de lo que contaban, pero él se conformaría con que le pasara  la mitad de esa mitad.

Llegó al punto indicado: casa de un nivel, pared azul, puertas corintas. Tocó la puerta. Abrió la madre, él tranquilo repitió la fórmula que le dijo Faustino. Cruzó el umbral y penetró en la sombra refrescante de la casa.  Un sillón doble, una mesa de centro y unas sillas formaban la sala. Isidro se sentó en el sillón doble, siguiendo las instrucciones. Imelda apareció por la puerta del patio y se sentó a su lado. Después del saludo Isidro entró en pánico. No había pensado qué decir, cómo empezar la conversación casual. Iba a decir cualquier cosa y justo entonces la madre anunció que debía salir a comprar las cosas para el almuerzo, volvería quizás en una hora. Todo era justo como le dijeron, el plan funcionó perfecto.

Imelda notó que él estaba sudando, que estaba nervioso. Le puso una mano en el hombro, lo vio a los ojos y con una suave voz de sirena le dijo:


-¿Querés un vaso de agua? 

martes, diciembre 09, 2014

Regina Maris

Por Guillermo Muñoz Pinelo

Regina nunca supo explicar por qué el mar la hacía sentir de esa manera, al menos no con palabras.

A sus veintipocos, entre las ganas de comerse al mundo y las dudas,  era una mujer hermosa. Baja de estatura, bien formada, con el pelo castaño muy largo. Cuando sonreía sus ojos grandes brillaban, como el sol sobre el agua. Siempre estuvo rodeada de gente, sus cercanos siempre sintieron que no podría haber una mejor amiga. Como ella, no los entendía nadie. Era una excelente escucha y era de esos bichos raros que pueden conversar toda la noche. Cumplidos los diecinueve hizo su primera gran travesura tatuándose una ola. No entendía por qué debía graduarse de la universidad. Quizá por eso dejó de estudiar y se dedicó a ser bartender. Conoció mucha más gente y a todos les habló de lo mismo. Era su tema recurrente, como la marea. Sin darse cuenta era siempre Regina y el mar.

Al regresar a casa luego de una noche de fiesta con sus amigas, sin anunciarse llegó la verdad. Regina estaba sentada sobre el excusado. Paula había abierto la llave de la ducha para que el agua se calentara y Regina se diera una ducha. Su amiga salió del pequeño cuarto de baño, diciendo algo respecto toallas limpias. Sola, viendo los azulejos blancos y negros cubrirse de vapor, recordó algo: la vez que había hecho el primer viaje largo con sus padres y sus hermanos.  Entonces tuvo la epifanía.

Los vio a todos vestidos con la ropa de antes, de hace muchos años, la que siempre le daba un poco de pena y otro poco de risa cuando veía las fotografías viejas. Su padre iba en shorts muy cortos, visera y unos enormes lentes oscuros. Era flaco, blanco, su cabeza estaba llena de colochos negros que contrastaban con el cielo despejado. El Sol brillaba en lo más alto, hacía mucho calor y a ella le molestaba  la arena que se le metía en las sandalias. Un hombre bajo y muy bronceado ayudaba a su madre y sus dos hermanos a montar una lancha pequeña de madera. Ella tenía miedo, no quería subir, lloraba y se aferraba a su papá. Cuando nos bajemos del otro lado vas a ver algo que te va a gustar. Venite conmigo. Entonces la tomó de la cintura y la cargó. Se sintió segura abrazada con fuerza a su padre. Se recostó sobre su hombro, que ella creía más fuerte que el universo y se sintió en paz. Al caminar hacia la lancha ya no miraba hacia el frente, abrazada como estaba veía como todo iba quedando atrás. Él lo enfrentaba todo primero: el miedo, la lancha, el canal de aguas turbias. A ella le llegaba todo digerido, filtrado. Miraba la estela blanca que dejaba el pequeño motor gris. De pronto tocaron tierra y lo escuchó.

Fuerte, firme y a la vez fluido era el sonido que le llegaba con claridad. Algo que impactaba y se retiraba, que resistía constante. Un sonido como de brisa hecha agua eternamente. Su padre la sintió relajarse, pero a la vez estar muy atenta. Como los animales, ella percibía claramente con los sentidos. M’hija, ya vas a ver, le dijo su padre, bajándose de la lancha con la niña al hombro, echándose a andar cuesta arriba, el resto de la familia los siguió. Aún intrigada con la curiosidad de descubrir qué era el enigma que resollaba, no se animaba a soltarse. Uno de sus hermanos se adelantó, en un instante lo oyó llamar al hermano más pequeño. Él corrió para alcanzar al hermano mayor y luego de un momento lo escuchó llamarla: Nena, ¡tenés que ver esto! Entonces ella volteó la cabeza y justo sobre la duna vio por primera vez el mar. Se enamoró al instante de esa masa gris y azul, coronada de espuma blanca. Estaban parados ya en la parte alta de la duna, empujó a su padre para que la bajara. Él la puso sobre la arena y entonces en la orilla, las vio. Ellas vinieron. No dijeron nada. Pero nunca las olvidó. Una tras otra, en tonos verdes y azules.

Paula regresó con la toalla limpia y mucho sueño. Regina quería contarle del recuerdo viejo que recién había revivido. De las olas en tonos verdes y azules con coronas blancas y amarillas. De las cosas que encontraron su respuesta en ese recuerdo. Apenas abrió la boca, la voz cansada de su amiga salió al paso:

-Ay sho, Regis. Estás borracha.- La cortó, mientras le ayudaba a desvestirse.