jueves, febrero 04, 2016

Antes que todo se apagara

El aeropuerto era igual que todos: un nido de aves de paso. Acostumbrado al ritmo lento de su pueblo, detestaba la agitación característica del Aeropuerto Internacional de Miami. Su refugio eran las librerías. Allí la gente se tomaba las cosas con más calma. Había una Barns & Noble de dos niveles con una sección muy buena de clásicos. Se compró un café y lo disfrutó despacio antes de entrar a la librería. Tenía ganas de leer algo que hiciera ligeras las horas que faltaban para su conexión. Al salir de la librería no sería el mismo hombre.
Lo que primero que le llamó la atención de ella fue el hecho de que tenía en su bolsa de compras una copia francesa de las cartas entre Henry Miller y Anais Nïn. Conservó la distancia pero estuvo lo bastante cerca como para leer los libros que ella ojeaba. Verla caminar y detenerse para tomar una copia de Whitman y luego dejarla olvidada, escoger una edición de "Dejemos Hablar al Viento" y meterla a la bolsa; le recordaba la primera vez que descubrió la delicadeza de la feminidad. En aquel entonces para él fue el descubrimiento de un secreto que estuvo ante sus ojos todo el tiempo. Revivirlo ahora en la mujer que se paseaba por la librería tan dueña de si misma, única en sus gestos, brutalmente honesta; reactivó memorias y mecanismos que no se permitió transitar durante demasiados años.
Supo que era amor en ese mismo instante, porque en sus años de vida, solo lo había sentido así de claro a finales de un verano benévolo, recostado a la sombra fresca de la terraza de la casa de Valeska. Tenían once años. Ella había llegado a visitar a su tía por primera vez. El verano lo pasaron riendo y jugando con el resto de amigos y amigas del barrio. Vale, como la llamaba él, aprendió los juegos que ellos conocían y también les enseñó algunos juegos holandeses. La tarde de finales de verano en la terraza, mataban el tiempo buscándole forma a las nubes. Él sintió la mirada, los enormes ojos negros de Valeska lo buscaban. Volteó a verla. Ella lo miraba como nunca lo había hecho. Ambos rieron. Cuando ella sonreía aparecían dos hoyuelos en cada mejilla, era raro pero a él por alguna razón eso lo trastornaba. Él se dio cuenta de lo que sentía y se lo dijo. Valeska sonrió, dejó escapar un pequeño grito y sin decir  palabra, todo estuvo bien, las nubes en el cielo azul, seguían girando. Estuvieron así hasta que se hizo de noche. Ese era el último día de las vacaciones de la niña blanca, alta y pecosa. Se juraron los insolados juramentos del verano y nunca más volvieron a verse.
Esta vez no sucedería, se dijo a sí mismo. Sintió otra vez, como lo hizo antes de que todo se apagara. Así que tomó con firmeza la maleta y encaminó sus pasos lo mejor que pudo hacia la mujer que escogía los libros con tan buen gusto.